El folklore argentino es de una riqueza extraordinaria y de una calidad musical que a veces alcanza la de la música culta, sobre todo por su armonía y polifonía “europea”. Aunque se ha popularizado por todo el mundo el Tango, es este solo la expresión musical de un determinado grupo social del puerto de Buenos Aires (lo mismo que el flamenco andaluz o el rembétiko griego).

Pero, musicalmente, Argentina no es solo Buenos Aires, centro de la vida cultural del país. Argentina está musicalmente dividida en varias regiones de influencia. Más allá del tango, la música argentina más conocida en todo el orbe, que representa al mundo urbano de ambas orillas del río de la Plata, existe un folclore de raíz rural que surgió de la amalgama de las diversas culturas que se derramaron por el país a través de los años con las tradiciones indígenas, sobre todo de la zona andina.

Los inmigrantes del interior llevaron esos viejos ritmos, estilos e instrumentos a Buenos Aires a partir de mediados del siglo XX, desde donde fueron difundidos al resto del país.

Fue así como aparecieron autores, cantantes y músicos que se hicieron populares y recuperaron para la cultura nacional las tradiciones que vienen en algunos casos de épocas prehispánicas.

Las radios y las compañías discográficas pronto descubrieron ese filón comercial. Surgió así todo un movimiento de recuperación de las tradiciones reflejado por la aparición, hacia fines de la década de 1940, de legendarios conjuntos folclóricos como Los Chalchaleros, Los Cantores de Quilla Huasi o Los Fronterizos.

En esta época también comenzó a componer Atahualpa Yupanqui, el más renombrado y tal vez el más profundo de los cantantes folclóricos.

Las letras hacían referencia al paisaje de sus tierras natales con un dejo de nostalgia, a las actividades rurales dejadas atrás y a la sociedad de origen. “Paisajes de Catamarca”, “El mensú” (peón de los obrajes madereros de la provincia de Misiones), “Kilómetro once”, “Luna tucumana”, etc. son algunas de las canciones más representativas del período.

Pero fue durante los años sesenta cuando el folclore se expandió en el ámbito urbano de modo definitivo. Los hijos de aquellos primeros inmigrantes tomaron con entusiasmo esta música, la hicieron propia y la renovaron con componentes cisandinos.

Aparecieron nuevas agrupaciones, algunas totalmente vocales, y se incorporaron instrumentos no tradicionales, mientras que se realizaban investigaciones tendentes a recuperar otras formas musicales perdidas entre los repliegues culturales.

Las letras de las canciones reflejaban más sentimientos personales que situaciones; se le cantaba más al amor que al paisaje, al trabajo urbano y a sus injusticias más que a las tradiciones rurales.

Poetas como Jaime Dávalos, Hamlet Lima Quintana y Manuel Castilla; músicos como Gustavo “Cuchi” Leguizamón, Tarragó Ros, Ariel Ramírez y Eduardo Falú; y grupos e intérpretes como Los Huanca-Hua, Jorge Cafrune y otros serán los nuevos representantes de la música folclórica.

Hacia 1970, el movimiento se radicalizó al calor de las luchas sociales y políticas de la época; nació la canción de protesta. Las letras hicieron referencia a esos conflictos, a las injusticias y, más tarde, a las formas políticas que adquiría esa lucha.

Las canciones se convirtieron en el vehículo a través del cual se expresaba la postura política del compositor o del intérprete, a la vez que se internalizaba un sentimiento de comunión con el resto de América Latina que con anterioridad no estaba presente.

Se incorporaron nuevos instrumentos y se empezó a usar la guitarra eléctrica o la batería, tomados del rock. Son ejemplos de este período la muy conocida internacionalmente Mercedes Sosa, el Cuarteto Vocal Zupay, el cantante uruguayo Alfredo Zitarrosa y César Isella, entre otros. Muchos de ellos, al llegar la última dictadura militar, tuvieron que emprender el camino del exilio.